12.- El cine español
1. Orígenes
Sin embargo, el inicio del cine de ficción argumental, que exigía ya de una infraestructura industrial básica, puso de relieve lo que sería el continuo problema de la producción cinematográfica española: la disparidad entre el abundante potencial creativo y la debilidad de la industria. A pesar de todo, antes de la I Guerra Mundial (1914-1918) existían en el país más de mil salas de exhibición y una veintena de productoras. Durante el conflicto bélico se produjeron en España más de 200 películas. Sin embargo, al terminar la guerra, la industria europea se recuperó, desplazando a la española que entró en un periodo de crisis.
En el cine español habrá personalidades aisladas, sin continuidad suficiente para crear una producción competitiva a escala internacional capaz de defender el mercado nacional de la creciente colonización estadounidense. Los pioneros experimentadores, como Segundo de Chomón, que fue un gran innovador en el cine de animación, se vieron obligados a trabajar en Italia o en Francia, y la producción nacional comenzó a basarse en la tradición literaria (Don Juan Tenorio, 1908, de Ricardo de Baños), en el costumbrismo folclórico (Malvaloca, 1927, de Benito Perojo) o taurino (Currito de la Cruz, 1925, de Alejandro Pérez Lugín y Fernando Delgado), y en episodios históricos tópicos (Agustina de Aragón, 1928, de Florián Rey), géneros que durante años han dominado el panorama del cine español. La zarzuela filmada representaría en 1923 el 50% de la producción nacional.
2. Cine sonoro
La llegada del sonoro en 1929 causa un hundimiento de la producción al tener que sonorizar las películas en el extranjero. La aldea maldita (1929), de Florián Rey, película mítica del periodo mudo, se tuvo que llevar a París para grabar el sonido, y finalmente se estrenó en esa ciudad. Durante la II República (1931-1936), se intentó organizar una industria solvente. En 1932 se crean en Barcelona los estudios Orphea y, en Valencia, la sociedad Cifesa (Compañía Industrial Film Española, S. A.); en 1934, en Madrid, nacen los estudios CEA (Cinematografía Española y Americana) y Filmófono, de la mano de Luis Buñuel, que trataban de hacer un cine comercial español de calidad. La primera película sonora producida en España fue Carceleras (1932), de José Buchs. Las producciones de mayor éxito volvieron a ser las de las temáticas tópicas antes descritas: Nobleza baturra (1935), de Florián Rey, o La verbena de la Paloma (1935), de Benito Perojo. Durante la Guerra Civil española, la industria volvió a sufrir un nuevo estancamiento, y las producciones cinematográficas tenían fines propagandísticos.
Con el comienzo de la dictadura de Francisco Franco en 1939 el cine se convirtió en una industria de apoyo al régimen sujeta a una férrea censura previa. Luis Buñuel se exilió en México, al igual que alguna otra figura destacada de la naciente industria, perdiéndose buena parte de los recursos humanos y creativos del medio. Durante estos años, el cine se especializó en producciones típicamente de consumo (musicales y comedias).
Florián Rey sigue con el costumbrismo en Morena Clara (1936), al que se sumará ahora el género religioso con La hermana San Sulpicio (1934) o La mies es mucha (1948), ésta de José Luis Sáenz de Heredia, realizador que lleva al cine guiones patrióticos, como Raza (1941), sobre la figura de Franco. Otro género propio del periodo para la exaltación de los valores del franquismo es el retrato de figuras patrióticas, en el que se especializa Juan de Orduña, destacando de su obra Locura de amor (1948) y Alba de América y La leona de Castilla, ambas de 1951.
Durante la posguerra hubo un intento de hacer un cine distinto que ejemplifica el comediógrafo Edgar Neville (La torre de los siete jorobados, 1944), que no llega a cuajar. En la década de 1950, bajo la influencia del neorrealismo italiano, empiezan a aparecer obras realmente críticas desde el punto de vista social que, sin embargo, logran pasar la censura; son películas bien construidas pero con desigual suerte comercial, entre las que cabe citar Surcos (1951), de José Antonio Nieves Conde; Bienvenido Mr. Marshall (1952), de Luis García Berlanga; o Cómicos (1953), Muerte de un ciclista (1955) y Calle mayor (1956) de Juan Antonio Bardem; e incluso Historias de la radio (1955), del propio José Luis Sáenz de Heredia.
Uno de los más grandes éxitos comerciales de esta época fue la película del director Ladislao Vajda, Marcelino pan y vino (1954).
En 1947 se crea el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, que posteriormente pasó a ser la Escuela Oficial de Cinematografía. Varias generaciones de cineastas se formaron en sus aulas y muchos impartieron después clase: directores como Berlanga, Bardem, Carlos Saura, Pilar Miró, Víctor Erice (El espíritu de la colmena, 1973; o El Sur, 1983), y operadores como Luis Cuadrado, Teo Escamilla, José Luis Alcaine, o Xabier Aguirresarobe, hoy figuras destacadas de la industria nacional.
Otros nombres a considerar de estas generaciones son el guionista Rafael Azcona y los productores Elías Querejeta y Andrés Vicente Gómez.
Rafael Azcona, autor satírico que cultiva el humor negro y un costumbrismo que va de la farsa al absurdo surrealista, ha trabajado tanto con el italiano Marco Ferreri (en sus producciones españolas El pisito, 1958, o El cochecito, 1960), como con Luis García Berlanga, Carlos Saura, José Luis Cuerda (El bosque animado, 1987), José Luis García Sánchez (Divinas palabras, 1987, o Suspiros de España (y Portugal), 1995), Manuel Gutiérrez Aragón (El rey del río, 1994), Fernando Trueba (El año de las luces, 1986, y Belle Époque, 1992, Óscar a la mejor película extranjera). Todas ellas, pese a la diferencia de temáticas, año de producción y estilos, llevan su impronta inequívoca.
Otra línea de autores importante desde 1960 es la surgida en la Escuela de Barcelona, que se caracterizó por su propuesta de estructuras narrativas abiertas e innovadoras. Entre los cineastas que aún siguen en activo destacan Gonzalo Suárez y Vicente Aranda (El Lute, camina o revienta, 1987, o Amantes, 1991), realizadores que por otra parte mantienen pocos elementos en común.
En los años 60, El cine español se movió entre el entretenimiento propiciado por películas como La gran familia (1962), de Fernando Palacios, Los palomos (1964), de Fernando Fernán Gómez, Las que tienen que servir (1967) y Pecados conyugales (1968), de José María Forqué, sin olvidar la presencia de Marisol (Un rayo de luz, 1960; Tómbola, 1962) y otra niñas prodigio, además de los cantantes y numerosos grupos musicales que comenzaron a llegar a las pantallas españolas (Raphael, Massiel, Los Bravos, Juan Manuel Serrat, etc.).
Algunos de estos directores también fueron un poco más allá al superar creativamente ciertos modelos y ofrecer películas de mayor interés y calidad. José María Forqué firmó Atraco a las tres (1963), Fernando Fernán Gómez tuvo sus problemas con El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964), Francisco Rovira-Beleta sorprendió con Los tarantos (1963) y Antonio Isasi-Isasmendi confirmó su dominio de la acción en Las Vegas 500 millones (1968).
Sin embargo, la propuesta de la administración se desarrolló, paradójicamente, entre las dos películas que dirigió Luis Buñuel en España, la polémica y controvertida Viridiana (1961) y Tristana (1969). Varios alumnos de la EOC firmaron proyectos de "calidad" en una iniciativa que se denominó "Nuevo Cine Español" como Los Farsantes (1963), de Mario Camus, El buen amor (1963), de Francisco Regueiro, Del rosa al amarillo (1963), de Manuel Summers, La tía Tula (1964), de Miguel Picazo, Nueve cartas a Berta (1965), de Basilio Martín Patino, entre otros, aunque para muchos espectadores de la época resultaron historias complejas y difíciles. Los miembros de la llamada Escuela de Barcelona fueron un poco más allá. No sólo se movieron en cierta medida al margen de las estructuras industriales establecidas, sino que arriesgaron en el aspecto formal hasta donde les fue posible. Surgieron así los trabajos de Vicente Aranda (Fata morgana, 1966), Jacinto Esteva y Joaquín Jordá (Dante no es únicamente severo, 1967) y los de Jorge Grau (El espontáneo, 1964) y Gonzalo Suárez (Ditirambo, 1967), entre otros.
La excepción, el prestigio y la proyección internacional del cine español continuó, sin embargo, con los trabajos de Carlos Saura, cineasta que se mantuvo al margen de ciertos modelos y cultivó su particular visión de la historia y la realidad española en películas de gran factura como La caza (1965), Peppermint frappé (1967) y La madriguera (1969), siempre con el apoyo incondicional del productor Elías Querejeta, pieza clave del cine español.
Tanto unos directores como otros, se aprovecharon de un cuadro artístico de gran calidad, encabezado por Fernando Rey y Francisco Rabal. Sin duda, es una década que no se podrá entender sin la presencia de Aurora Bautista, Emma Penella, Adolfo Marsillach, Alberto Closas, Analía Gadé, Concha Velasco, Tony Leblanc, José Luis López Vázquez, Gracita Morales, Rafaela Aparicio, José Isbert y un largo etcétera.
3. Cine español actual
Durante la transición política, se inició un estilo de cine de reflexión sobre la Guerra Civil, la posguerra y la vida durante el franquismo, en el que se combinan la denuncia, la sátira y la nostalgia, como muestran las siguientes producciones: Las largas vacaciones del 36 (1975) o El largo invierno (1991), de Jaime Camino; La bicicletas son para el verano (1983), de Jaime Chávarri, sobre obra teatral de Fernando Fernán Gómez; Asignatura pendiente (1977) y Volver a empezar (1982), Óscar a la mejor película extranjera, de José Luis Garci; La colmena (1982) y Los santos inocentes (1984), de Mario Camus; El año de las luces (1986), de Fernando Trueba; Libertarias (1995), de Vicente Aranda; La vaquilla (1984), de Luis García Berlanga, o ¡Ay, Carmela! (1990), de Carlos Saura. El cine español de los años setenta ofreció un doble perfil en el que dominó, especialmente, la herencia creativa del cine más comercial -que influyó notablemente en los fondos que se necesitaban para sostener al cine producido-, aunque también buscó encontrar su propio hueco un cine más intelectual. El Estado tuvo problemas para recuperar los créditos concedidos, circunstancia que repercutió en el número de productoras existentes y el de películas realizadas. No obstante, las normas liberalizadoras que se introdujeron en diversos sentidos a partir de 1975, tendieron a plasmar en el mundo del cine las aspiraciones democráticas que, lamentablemente, no se tradujeron en una oferta creativa especialmente renovadora. Así pues, las líneas de producción que se apreciaron a lo largo de la década tuvieron que ver con fórmulas creativas que van desde la comercialidad más pura hasta la propuesta más comprometida.
Así cabe hablar de la comedia sexy, más conocida como "landismo", corriente que tiene que ver con la prolífica trayectoria de algunos actores (Alfredo Landa, especialmente, pero también José Sacristán y José Luis López Vázquez) y el que se inclinó por unos temas que pretendían hablar del liberalismo social, sobre la base del creciente turismo extranjero que en masa llegaba a las costas mediterráneas y los viajes que los españoles realizaban al extranjero. Una película resultó paradigmática en este sentido, No desearás al vecino del quinto (1970), de Ramón Fernández, pero le siguieron otras como Vente a Alemania, Pepe (1971), de Pedro Lazaga, Lo verde empieza en los Pirineos (1973), de Vicente Escrivá, Dormir y ligar, todo es empezar (1974), de Mariano Ozores, con unos repartos en los que participaron José Sazatornil "Saza", Agustín González, Amparo Soler Leal, Concha Velasco, Laly Soldevilla, Lina Morgan y el popular Paco Martínez Soria.
También conviene mencionar la línea impulsada por el productor José Luis Dibildos, una "tercera vía" que se situó entre la comercialidad y la calidad. Fue una alternativa en la que mejoró la apuesta creativa del populismo para acceder a unas historias que tenían mucho que ver con un grupo social que se encontraba entre un querer ir hacia delante —ir con los tiempos- y un conservadurismo —la tradición- que pesaba más de lo debido. El punto de partida pudo ser Españolas en París (1968), de Roberto Bodegas, director que continuó con Vida conyugal sana (1973) y Los nuevos españoles (1974). También se situaron en esta línea José Luis Garci (Asignatura pendiente, 1977; Las verdes praderas, 1979) y Manuel Summers (Adiós, cigüeña, adiós, 1970), Pedro Masó (Experiencia prematrimonial, 1972) y Antonio Drove (Tocaca y fuga de Lolita, 1974).
Por último, y siguiendo los pasos marcados por Elías Querejeta en cuanto a la calidad de la producción, surgen historias más contundentes como La prima Angélica (1973), de Carlos Saura, El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, Pascual Duarte (1975), de Ricardo Franco, Furtivos (1975), de José Luis Borau, y Las largas vacaciones del 36 (1976), de Jaime Chavarri, entre otras que también se acercan al reto personal de madurez narrativa como fueron El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea, y El crimen de Cuenca (1979), de Pilar Miró. La distorsión de la realidad, la comedia satírica defendida por otros directores (Francisco Betriu, José Luis García Sánchez, Alfonso Ungría, etc.) sólo fue respaldada por un espectador selectivo y fiel a estas apuestas, que encontró también a un nuevo actor, una generación artística que estaría presente a lo largo de la transición política en el marco del progresismo creativo: Carmen Maura, Angela Molina, Charo López, Xavier Elorriaga, Eusebio Poncela, Joaquín Hinojosa, Ana Belén, José Luis Gómez, etc.
Entre estas tres ofertas buscaron un hueco en las pantallas españolas otras muchas producciones, entre ellas las películas de terror —algunas muy interesantes- firmadas por León Klimovski (La noche de Walpurgis, 1970) y Amando de Osorio (La noche del terror ciego, 1972), que siguieron la estela marcada por el trabajo de Jesús Franco y Paul Naschy.
El cine de los 80
El final de la transición política se produjo con la llegada del Partido Socialista al poder tras las elecciones de 1982. Pilar Miró accedió a la Dirección General de Cinematografía e impulsó la redacción de un nuevo marco legal que permitió consolidar la frágil estructura industrial del cine español. La nueva arquitectura legal (1983), en exceso dependiente de la Administración del Estado, provocó un desequilibrio todavía mayor sobre la base de una interpretación y abuso sostenido por los recursos picarescos de los profesionales de la industria —entre otras cosas, en el incremento del presupuesto medio de la película-. Lo sucedido en este sentido provocó que en 1989, con Jorge Semprún al frente del Ministerio de Cultura, se promoviera un nuevo decreto con el que se pretendió fortalecer la industria y no a los directores-productores, tal como hacía la normativa anterior. En cualquier caso, la polémica fue permanente a lo largo de la década, sobre todo porque se apreció el agotamiento del cine español debido al hincapié hecho sobre el rango cultural en menosprecio de la comercialidad, lo que supuso un notorio alejamiento de las salas de cine de los espectadores.
Los productores más solventes —Elías Querejeta, Andrés Vicente Gómez, Emiliano Piedra, Luis Megino, etc.- intentaron solventar muchos de los problemas derivados del marco legal, sobre todo cuando una inmensa mayoría de las productoras que surgieron durante la década apenas existieron para sacar adelante una película. Gracias a los convenios firmados con Televisión Española (TVE), la industria abordó la producción de películas y series que pasaron a consolidar uno de los bloques más interesantes de la época. La Colmena (1980), de Mario Camus, Crónica del alba (1981), de José Antonio Betancor, y series como Los gozos y las sombras (1981), de Rafael Moreno Alba, y La plaza del diamante (1981), de Francisco Betriu, fueron excelentes ejemplos del buen hacer de los profesionales españoles. De esta iniciativa surgió la implicación de TVE, años después, en la financiación de numerosas películas nacionales, participación que tenía que ver con los derechos de antena. Así surgieron títulos tan significativos como Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, Tasio (1984), de Montxo Armendáriz, y El bosque animado (1987), de José Luis Cuerda, entre otras muchas.
La consolidación del Estado de las Autonomías y la aparición de las televisiones propias facilitó la colaboración en producciones cinematográficas que abrieron los horizontes hacia una política cultural. En el País Vasco Imanol Uribe asumió un importante compromiso con La fuga de Segovia (1981) y La muerte de Mikel (1983). En Cataluña, Antoni Ribas consiguió llevar adelante la superproducción en tres partes ¡Victoria! (1983-84), y tras sus pasos continuaron Gonzalo Herralde, Isabel Coixet, Jaime Camino y Antonio Isasi-Isasmendi, entre otros. En Galicia apenas lograron superar los primeros cortometrajes (Mamasunción, 1984; de Chano Piñeiro), por lo que optaron por participar en producciones que se rodaban en localizaciones autonómicas (Divinas palabras, 1987; de J. L. García Sánchez). En 1990 surgieron los tres primeros largometrajes: Siempre Xonxa, de Chano Piñeiro, Urxa, de Carlos López Piñeiro y Alfredo García Pinal, y Continental, de Xavier Villaverde. También en Valencia, Andalucía, Canarias, Madrid y Castilla-León impulsaron a finales de la década una serie de producciones con desigual fortuna.
Así pues, en los años ochenta confluyeron una serie de propuestas que tenían que ver tanto con la vieja escuela, como con una generación que emergió en la transición y con otra que buscó romper todos los moldes establecidos, y que funcionó a la par que una cierta revolución cultural que floreció entre uno de los grupos más atrevidos e iconoclastas surgidos en el Madrid de la época; grupo en el que emerge Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), de Pedro Almodóvar, provocador en una época de descaro que alcanzó nuevas metas con Laberinto de pasiones (1982), ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y La ley del deseo (1986), y también otro tipo de comedia impulsada por Fernando R. Trueba (Opera prima, 1980) y Fernando Colomo (La vida alegre, 1986; Bajarse al moro, 1989).
El cine de los 90
Nada más comenzar la década de los noventa, el Gobierno hizo público el texto que contenía el "Plan Nacional de Promoción y Desarrollo de la Industria Audiovisual" con el que alertó a la industria cinematográfica sobre el horizonte que tenían ante sus ojos. Más que hablar de industria del cine. se refieren al audiovisual como sector mucho más amplio y complejo. El futuro va a ir hacia la pantalla y otras ventanas de distribución (televisión en abierto y codificada, vídeo, DVD, etc.) y se necesitarán productos que puedan competir con todo tipo de materiales.
Los productores españoles tardaron en reaccionar ante lo que se les avecinaba. Al tiempo, sus proyectos se vieron en gran medida bloqueados por la falta de inversión por parte de Televisión Española. El mercado se resintió por la presencia agresiva del producto estadounidense y de nada sirvió el argumento de "excepción cultural" que se defendió desde Europa. La Ley impulsada por la ministra Carmen Alborch en 1994 mejoró los pasos del decreto Semprún y permitió revitalizar en cierta medida la industria cinematográfica, lo que desencadenó con los años una euforia desmedida que no se justificó en el conjunto de la producción anual, sino que se consolidó en el tirón que supuso la exhibición de cuatro o cinco películas que actuaron como locomotoras. Esta situación se intentó corregir con la "Ley de Fomento y Promoción de la Cinematografía y del Audiovisual" que se aprobó en junio de 2001.
Los directores con una trayectoria más dilatada como Luis G. Berlanga (Todos a la cárcel, 1993), Gonzalo Suárez (Don Juan en los infiernos, 1991; Mi nombre es sombra, 1996), J. J. Bigas Luna (Las edades de Lulú, 1990; Bámbola, 1996), Imanol Uribe (Días contados, 1994), José Luis García Sánchez (Tirano Banderas, 1993; Siempre hay un camino a la derecha, 1997) y José Luis Cuerda (La marrana, 1992; Así en la tierra como en el cielo, 1995), apenas lograron algunas respuestas de público con polémica incluida.
Fernando R. Trueba consiguió el segundo Oscar para una película española con Belle Epoque (1992) y en su carrera posterior obtuvo desiguales resultados. Pedro Almodóvar se convirtió en referencia de la producción cinematográfica española tanto dentro como fuera del país. Sus películas interesaron a un grupo cada vez más numeroso de espectadores y levantaron polémica tras sus respectivos estrenos. Tacones Lejanos (1991), Kika (1993) y La flor de mi secreto (1995) son una muestra de su trayectoria personal que consolidó eficazmente gracias al buen hacer promocional que realizó siempre su productora. Su aportación creativa se vio recompensada con el tercer Oscar para una película española, premio que consiguió con Todo sobre mi madre (1999), quizás la más premiada a nivel internacional de todo el cine español. En el 2003 Almodóvar consiguió un nuevo oscar por su película "Hable con ella"
Es importante en esta década la presencia de nuevos directores, jóvenes que con cierta ayuda se lanzaron a realizar su primera película y que, en algunos casos, dispusieron de otras oportunidades para demostrar su buen hacer. Julio Medem sorprendió con sus estructuras narrativas e emocionales en Vacas (1991), La ardilla roja (1992) y Los amantes del círculo polar (1998), apuestas que también ofreció inicialmente Juanma Bajo Ulloa en Alas de mariposa (1991) y La madre muerta (1993), y que permitió descubrir a Benito Zambrano como un director prometedor (Solas, 1998). Más prolífico resultó Manuel Gómez Pereira que encontró en la comedia un terreno apropiado para enlazar un éxito tras otro (Salsa rosa, 1991; Todos los hombres sois iguales, 1993; El amor perjudica seriamente la salud, 1997). Directoras como Iciar Bollaín (Hola, estás sola?, 1995), Isabel Coixet (Cosas que nunca te dije, 1996), Gracia Querejeta (El último viaje de Robert Ryland, 1996; Cuando vuelvas a mi lado, 1999) y Patricia Ferreira (Sé quien eres, 2000), reclamaron un puesto en la industria con obras de gran madurez y riqueza expresiva.
No obstante, la revelación de la década llegó de la mano de José Luis Cuerda al producir los trabajos de Alejandro Amenábar. Tesis (1996) fue el punto de partida de un itinerario extraído de los grandes maestros del suspense y que desarrolló, con abundantes florituras, en Abre los ojos (1997), aunque alcanzó cotas de gran eficacia en Los otros (2001), película que se convirtió en el mayor éxito de taquilla del cine español, rompiendo con los récords que habían situado las películas de Santiago Segura (Torrente, el brazo tonto de la ley, 1998; Torrente 2: Misión en Marbella, 2001).
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